21 jun 2007

Literatura -


La Muerta [Guy de Maupassant]

¡La había amado perdidamente! ¿Por qué amamos? Es extraño que, en el mundo, veamos a un solo ser, que no tengamos sino un pensamiento en la mente, un deseo en el corazón y en la boca, un nombre: un nombre que sube sin cesar, que sube como el agua de un manantial, de las profundidades del alma, que sube a los labios y que decimos, repetimos, murmuramos sin cesar en todas partes, como un plegaria.

No pienso contar nuestra historia. El amor tiene una sola, siempre la misma. La conocí y la amé. Eso es todo. Y viví un año en su ternura, en sus brazos, en sus caricias, en su mirada, en sus vestidos, en sus palabras; envuelto, atado, aprisionado en todo lo que venía de ella, de una manera tan completa, que ya no sabía si era de día de o de noche, si estaba muerto o vivo, en la vieja tierra o en otra parte.

Y eh aquí que murió. ¿Cómo? Ya no lo sé.

Una noche de lluvia, volvió empapada y, a la mañana siguiente, tosía. Tosió durante una semana más o menos y cayó en cama.

¿Qué ocurrió? Ya no lo sé.

Venían médicos, escribían, se iban. Traían remedios, una mujer se los hacía tomar. Sus manos estaban calientes; su frente, ardiente y húmeda; su mirada, brillante y triste. Yo le hablaba, ella me respondía. ¿Qué nos dijimos? Ya no lo sé. ¡Olvide todo, todo, todo! Murió, recuerdo muy bien su pequeño suspiro, su pequeño suspiro tan débil, el último.

La enferme dijo: “¡Ah!”. ¡Comprendí, comprendí! Después, no supe nada. Nada. Vino un sacerdote que pronuncio esa palabra: su “amante”. Me pareció que la insultaba. Como ella estaba muerta, nadie tenía derecho a saberlo. Lo eché. Vino otro que fue muy bueno, muy dulce. Yo lloraba cuando él me hablaba de ella.

Me consultaron mil cosas para el entierro. Ya no lo sé.
Sin embargo, recuerdo muy bien el ataúd, el ruido de los martillazos cuando la clavaron adentro. ¡Ah! ¡Dios mío!
¡La enterraron! ¡La enterraron! ¡A ella! ¡En ese agujero! Habían venido algunas personas, unas amigas. Me escapé. Corrí.
Caminé largo tiempo por las calles. Luego, volví a mi casa.
A la mañana siguiente, salí de viaje.
Ayer regresé a París.

Cuando volví a ver mi cuarto, nuestro cuarto, nuestra cama, nuestros muebles, esta casa donde había permanecido todo lo que quedaba de la vida de un ser tras su muerte, me asaltó un acceso de pena tan violento, que estuve a punto de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. Incapaz de seguir viviendo en medio de aquellas cosas, de aquellas paredes que la habían encerrado, abrigado y que, sin duda, guardaban en sus imperceptibles fisuras mil átomos de ella, de su carne y de su aliento, tomé el sombrero para escaparme. De pronto, en el momento de llegar a la puerta, pasé ante el gran espejo del vestíbulo que ella había hecho poner para mirarse, de los pies a la cabeza, todos los días al salir, a fin de ver si estaba bien arreglada, si se la veía correcta y linda de los zapatos al peinado.

Y me detuve frente a ese espejo que, a menudo, la había reflejado. Tan a menudo, tan a menudo, que debería haber conservado también su imagen.

Estaba allí de pie, tembloroso, los ojos fijos en el cristal, en el cristal chato, profundo, vacío; pero que la había contenido entera, la había poseído tanto como yo, tanto como mi mirada apasionada. Me parecía que amaba a ese espejo, lo toqué: ¡estaba frío! ¡Oh! ¡El recuerdo, el recuerdo! ¡Espejo doloroso, espejo ardiente, espejo vivo, espejo horrible, que hace sufrir todas las torturas! ¡Felices los hombres cuyo corazón, como un espejo donde se deslizan y se borran los reflejos, olvida todo lo que ah contenido, todo lo que ha pasado ante él, todo lo que se ha contemplado, se ha sumido en su cariño, en su amor! ¡Como sufro! Salí y, a pesar de mí mismo, sin saberlo, sin quererlo, fui hacia el cementerio.

Encontré su tumba sencilla, una cruz de mármol con estas pocas palabras:

AMÓ, FUE AMADA Y MURIÓ.

¡Ella estaba ahí, ahí abajo, podrida! ¡Que horror! Sollocé, la frente contra el suelo.

Me quedé allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego me di cuenta que se hacía de noche. Entonces un deseo extraño, loco, un deseo de amante desesperado se apoderó de mí. Quise pasar la noche junto a ella, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero me verían, me echarían. ¿Qué hacer?

Fui astuto. Me levanté y empecé a vagar por esa cuidad de desaparecidos. Andaba y andaba. ¡Que pequeña es esta ciudad frente a la otra, aquella donde vivimos! Y sin embargo, cuánto más numerosos son esos muertos que los vivos. Nos hacen falta casa altas, calles, mucho sitio para las cuatro generaciones que contemplan el día al mismo tiempo, beben agua de las fuentes, vino de los viñedos y comen el pan de las llanuras.

¡Y para todas las generaciones de muertos, para toda la escala de la humanidad que ah llegado hasta nosotros, casi nada, un campo, casi nada! La tierra los recobra, el olvido los borra ¡Adiós!

En el extremo del cementerio habitado, percibí de pronto un cementerio abandonado, aquel donde los antiguos difuntos logran mezclarse con el suelo, donde hasta las cruces se pudren, donde mañana pondremos a los recién llegados. Está lleno de rosas libres, de cipreses vigorosos y negros, un jardín triste y soberbio, alimentado de carne humana.

Estaba solo, muy solo. Me escondí bajo un árbol verde. Me oculté completamente entre sus ramas opulentas y sombrías.
Y esperé, aferrado al tronco, como un náufrago a un madero.
Cuando la noche se hizo oscura, muy oscura, dejé mi refugio y me puse a andar despacio, con pasos lentos, pasos sordos, sobre esa tierra llena de muertos.
Erré mucho tiempo, mucho tiempo, mucho tiempo. No la encontraba. Con los brazos extendidos, los ojos abiertos, tropezando en las tumbas con mis manos, con mis pies, con mis rodillas, con mi pecho, con mi propia cabeza, avanzaba sin encontrarla. Tocaba, palpaba como un ciego que busca su camino, palpaba piedras, cruces, rejas de hierro, coronas de vidrio, coronas de flores marchitas. Leía los nombres con mis dedos, deslizándolos sobre las letras. ¡Que noche! ¡Que noche! ¡No la encontraba!
¡No había luna! ¡Qué noche! Tenía miedo, un miedo espantoso en esos senderos estrechos, entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas, tumbas, tumbas! ¡Siempre tumbas! A la derecha, a la izquierda, ante mi, a mi alrededor, por todas partes, tumbas. Me senté en una, pues no podía seguir caminando, hasta tal punto que flanqueaban mis rodillas.
Escuchaba latir mi corazón. Y también, escuchaba otra cosa. ¿Qué? ¡Un confuso ruido innombrable! ¿Estaba ese ruido en mi cabeza enloquecida, en la noche impenetrable o bajo la tierra misteriosa, bajo la tierra sembrada de cadáveres humanos? ¡Miré a mi alrededor!
¿Cuánto tiempo estuve allí? No lo sé. Estaba paralizado de terror, estaba ebrio de espanto, a punto de aullar, a punto de morir.
Y, de pronto, me pareció que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se movía. Por cierto, se movía como si la levantaran. De un salto, me arrojé sobre la tumba vecina y vi, sí, vi que la piedra que acabada de dejar se levantaba; y apareció el muerto, un esqueleto desnudo que, con la espalda encorvada, la empujaba. Yo veía, veía muy bien, por profunda que fuera la noche. En la cruz, pude leer:

AQUÍ REPOSA JACQUES OLIVANT, FALLECIDO A LOS CINCUENTA Y UN AÑOS. AMABA A LOS SUYOS, FUE HONESTO Y BUENO, MURIÓ EN LA PAZ DEL SEÑOR.

Ahora, también el muerto leía las cosas escritas en su tumba. Luego, tomó una piedra del camino, una piedrita afilada, y se puso a raspar las letras con cuidado. Las borró del todo, lentamente, mirando con sus ojos vacíos donde, un momento antes, estaban grabadas y, con el extremo del hueso que había sido su índice, escribió en letras luminosas, como esa línea que trazamos en las paredes con la punta de un fósforo:

AQUÍ REPOSA JACQUES OLIVANT, FALLECIDO A LOS CINCUENTA Y UN AÑOS. CON SUS PALABRAS DURAS APRESURÓ LA MUERTE DE SU PADRE, A QUIEN DESEABA HEREDAR. TORTURÓ A SU MUJER, ATORMENTO A SUS HIJOS, ENGAÑÓ A SUS VECINOS, ROBÓ CADA VEZ QUE PUDO Y MURIÓ COMO UN MISERABLE.

Cuando terminó de escribir, el muerto inmóvil contempló su obra. Y me di cuenta, al darme vuelta, de que todas las tumbas estaban abiertas, todos los cadáveres habían salido, todos habían borrado las mentiras inscriptas por sus parientes en el túmulo funerario, para restablecer la verdad.
Y vi que todos habían sido verdugos de sus prójimos, odiosos, deshonestos, hipócritas, mentirosos, sinvergüenzas, calumniadores, envidiosos, que habían robado, engañado, realizado todo los actos vergonzosos, todos los actos abominables, esos buenos padres, esas esposas fieles, esos hijos devotos, esas muchachas castas, esos comerciantes probos, esos hombres y mujeres supuestamente irreprochables.
Escribían todos al mismo tiempo, en el umbral de su morada eterna, la cruel, terrible y santa verdad que todo el mundo ignora o finge ignorar sobre la tierra.
Pensé que ella también la habría trazado sobre su tumba.
Y ahora sin miedo, corriendo en medio de los ataúdes entreabiertos, en medio de los cadáveres, en medio de los esqueletos, fui hacia ella, seguro de que la encontraría enseguida.
La reconocí de lejos, in ver el rostro envuelto en el sudario.

Y sobre la cruz de mármol donde poco antes había leído Amó, fue amada y murió, distinguí:

SALIO UN DÍA PARA ENGAÑAR A SU AMANTE, TOMÓ FRÍO BAJO LA LLUVIA Y MURIÓ.

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